Empleo juvenil, ¿a cualquier precio?
Si la lógica de la ley de empleo
juvenil fuese cierta, sería posible suspender todo acuerdo o convenio por el
cual la mujer ejecutiva pueda exigir bonos de productividad, utilidades de fin
de año o dietas por sesiones, a fin de incentivar su ingreso a los directorios
de las grandes empresas. Las personas discapacitadas podrían multiplicar su
presencia en el mercado laboral si se estableciera legalmente que cobren la
mitad del sueldo por jornadas más prolongadas. Las posibilidades son
innumerables, siempre protegidas por la bondad de la finalidad anhelada.
Claro, no es necesario ser
constitucionalista para entender que no es posible recurrir a tales incentivos,
pues el estado constitucional no admite la discriminación en razón de la edad,
el género o la capacidad física, solo es posible la diferenciación sustentada
en la racionalidad y la proporcionalidad.
Tampoco es necesario ser
economista para darse cuenta que es imprescindible reducir los costos sociales
del empleo, evitando que la empresa gaste más de la mitad del sueldo real del trabajador en pagos al estado, encareciéndose
en forma ficticia cada puesto de trabajo, ni se requiere militar en la extrema derecha
para pensar en flexibilizar la actual
estabilidad laboral, facilitando que el mal trabajador pueda ser despedido a
fin de que su puesto sea ocupado por otra persona, capacitada y esforzada, que
contribuya a los objetivos de la comunidad empresarial, de la institución en la
que desarrolle su derecho al trabajo. Esto va de la mano con una adecuada educación
pública, pues todos los ciudadanos deben haber podido obtener, dentro de sus
capacidades, los conocimientos necesarios para ofrecer a la sociedad bienes y
servicios con valor de mercado.
Pero las condiciones legales por
las que el estado impulsa determinados incentivos para la dinámica laboral y la
promoción del empleo, no pueden discriminar a jóvenes, mujeres ni
discapacitados. Deben comprender situaciones generales o beneficios para los
empleadores, nunca el perjuicio para determinado grupo social, permitiendo la
disminución arbitraria de sus derechos y beneficios.
Lo preocupante no es que el
Congreso esté interesado en mejorar las condiciones de empleabilidad y que
trate de facilitar la incorporación de los tres o cuatro centenares de miles de
jóvenes que necesitan incorporarse al mercado laboral, sino que decida seguir
caminos ya antes utilizados y, acertadamente descartados.
A manera de colofón, recordemos
que la jurisprudencia constitucional validó parcialmente el contrato CAS,
porque era una medida temporal para dar solución al inconstitucional sistema de
contratos SNP, que negaba abiertamente las mínimas condiciones del trabajo
digno. No cabe ahora regresar a la lógica SNP aplicándola al sector privado y
dirigiéndola a un solo sector social.
Respetemos a los jóvenes, invirtamos
en su educación, pidamos disculpas por los heridos en una represión innecesaria
e irracional. Aunque sea tan solo porque en el 2016 constituirán un decisivo
factor electoral.
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