La falta de arte en la política
La
falta de arte en la política
La
política, como cualquier profesión, exige un conjunto de cualidades para lograr
el éxito y mantenerse en la actividad. Una de ellas es la templanza, que
consiste en el control del carácter y de las emociones. Cualquier
exteriorización de las emociones, vía palabra o gestos, debe de estar
previamente calculado y responder a una estrategia coherente con los objetivos
perseguidos. El político debe asumir un rol conforme las tendencias de sus
representados, de sus electores o de su potencial mercado electoral. Así como
al ingeniero se le supone ducho en matemáticas, al médico indiferente a la
sangre, o al equilibrista amante de las alturas, el político ejerce una
profesión que supone vivir en una gran obra teatral, en la que miles o millones
de espectadores siguen los diálogos y actitudes de su personaje preferido,
siendo la política un verdadero arte, el de generar identificación y confianza.
Por
ello extraña que las noticias nos presenten a diario personajes rudimentarios de
novela mexicana, presos de sus pasiones y odios, esclavos de sus apetitos y
fobias, incapaces de sobreponerse a la coyuntura y brindar al espectador la
ilusión que, en el fondo, necesita. Claro, los antiguos guionistas, maestros en
arte de diseñar acuerdos fundamentales y alianzas inesperadas, partieron a su
cita con el Infinito y no dejaron aprendices de calidad. Por ello los actores
dependen de las improvisadas líneas que sugieren los medios periodísticos la
noche anterior, y comentan la noticia del día hasta que perciben el aburrimiento
de la galería, entonces deben pasar a otra. Lo importante es permanecer en el
escenario, casi a cualquier costo, desempeñándose incluso en dos personajes
distintos y contradictorios.
La
falta de partidos políticos, y el escaso incentivo dentro de ellos para formar
nuevas generaciones de políticos profesionales, han permitido que en nuestro
país los grandes temas que las sociedades desarrolladas debaten, ocupen orillas
marginales en la prensa y en las tablas, pasando casi desapercibidos para un
público que asiste desencantado al infame espectáculo diario. Y allí reside el
mayor peligro, pues el respetable parece cada vez más dispuesto a cambiar de
actores y de escenarios, en busca del encantamiento y seducción de un verdadero
artista.
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