La meta es la calidad educativa

"El Comercio" (15.05.2009)


La educación superior es un servicio público, además de un derecho fundamental garantizado por el Estado, no solo en cuanto al acceso y el respeto a la dignidad del estudiante, sino también en cuanto a la calidad de la educación (Sentencia del TC 0025-2007-PI). Decenas de miles de jóvenes reciben una educación superior que no los capacita para su futuro profesional, que no les provee de las habilidades necesarias para su incorporación en el mercado laboral, provocando con ello la pérdida de valiosos años de juventud y la profunda frustración del proyecto de vida.
 
Eso pasa porque las entidades que deberían filtrar y controlar la aparición y funcionamiento de las universidades —el Consejo Nacional para la Autorización de Funcionamiento de Universidades y la Asamblea Nacional de Rectores— son en realidad parte interesada. Su lógica se sustenta en el frágil consenso de los rectores de las universidades existentes, la mayoría con graves deficiencias académicas y administrativas, muy pocas verdaderamente interesadas en un sistema de calidad. Es como si la entidad de control en el transporte aéreo estuviese formada por representantes de las mismas empresas aéreas a las que debe fiscalizar.
 
Percibimos esta realidad cuando se ha comprobado que la calidad de la educación es un verdadero impulso para superar el subdesarrollo; además permite a los ciudadanos el efectivo disfrute de sus derechos fundamentales. En el contexto de las sociedades latinoamericanas estamos en los últimos puestos en materia de calidad educativa, tanto en el ámbito escolar como en el universitario, pero extrañamente esta realidad no es motivo de escándalo nacional ni siquiera de noticia cotidiana, salvo cuando parte del Sutep se opone a que se evalúe a los docentes o cuando el decano del CAL propone impedir la aparición de nuevas facultades de derecho.
 
El Estado social y democrático de derecho se sustenta en el genuino esfuerzo de la sociedad por alcanzar la justicia social, concepto que supone la “igualdad de oportunidades”, es decir que todas las personas tengan las mismas posibilidades para lograr su realización integral; para que su inteligencia, habilidad, esfuerzo y, por último, su suerte determinen el éxito personal en su vida, y no el dinero, la influencia, la raza o el género.
 
Es precisamente el Estado el que está más obligado a que esa similitud de posibilidades se materialice gracias a la educación pública, en primer orden, y luego en una educación superior tanto pública como privada, sujetas a estándares internacionales de calidad. De allí la necesidad de contar con una superintendencia de educación superior, formada por representantes del propio Estado, de los empleadores, de los gremios profesionales, de los graduados, de los padres de familia en calidad de consumidores del sistema, y de las mismas universidades, pero en franca minoría.
 
Solo así será posible que las universidades logren acreditar sus carreras y programas profesionales ante una entidad realmente exigente, y también a los profesores universitarios, en cuanto a su formación académica y su habilidad docente. De esta manera se evitará la contratación de cientos de profesionales frustrados que conciben la universidad como un refugio.
Debe tenerse en cuenta que si existen más de cincuenta universidades y filiales —que si ya es difícil encontrar la suficiente cantidad y calidad de docentes universitarios—, los catedráticos que logren su acreditación, por lógica del mercado, podrán obtener niveles remunerativos más interesantes que los actuales, prestigiándose socialmente y económicamente, lo que a su vez generaría que muchos otros profesionales talentosos apunten a una cátedra universitaria, completando un círculo virtuoso para el sistema.
 
Paralelamente, no hay razón para que las universidades otorguen títulos profesionales a nombre de la nación, pudiendo asumir la entera responsabilidad por la calidad de sus servicios educativos. Los colegios profesionales deben encargarse de filtrar la incorporación de nuevos profesionales al mercado laboral, mediante exámenes de oposición en todo el país.
 
Las propias universidades no pueden decidir que el producto de sus servicios “es” un abogado, solo pueden determinar que es un licenciado en derecho; será la organización gremial la que determine que el graduado tiene la suficiente habilidad profesional para no perjudicar los intereses del cliente que, a fin de cuentas, es el consumidor del sistema educativo y que ahora prácticamente no tiene protección alguna.
 
Consecuencia lógica de lo expuesto, por el estímulo a la competitividad en beneficio de la persona humana, serán el mercado y el Estado los que desaparecerán las instituciones ineficientes, al tiempo que consolidarán aquellas que apuesten por privilegiar la búsqueda permanente de la calidad educativa.

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